DIVERSIONES INFANTILES INOCENTES / DIVERSIONES INAPROPIADAS

Antonio Berni: Juanito Laguna remontando un barrilete

Los niños exploran el mundo en el que les ha tocado vivir. No lo eligieron. Tal vez les resulte inadecuado y hostil, pero no tienen otro, y se las componen (no siempre) para disfrutarlo, porque no fue hecho para ellos, que son intrusos en el universo de los adultos y pueden considerarse afortunados si los toleran, si les permiten habitarlo sin sufrir demasiado daño. Tienen que conocerlo, saben, porque allí pasarán el tiempo que les sea concedido. Bien o mal, se los entrenará en el hogar, en la escuela, durante los juegos con otros niños de su edad o con los adultos que encuentren.

Barriletes, cometas, volantines: nombres diferentes para la misma felicidad de un niño que suspende por un rato las leyes de la vida cotidiana. Me basta pronunciar esos nombres que cambian de país en país que utilizan la misma lengua, para recuperar una sonrisa que los años y las experiencias tristes o rutinarias prometían dejar fuera de mi alcance para siempre. No hay sitio para entristecerse, me digo, porque alguna vez fui capaz de remontar un barrilete y me consideré controlador del viento, de las leyes de la gravedad, de mi incapacidad para despegarme del suelo.

No solo era lograr que algo volara, en lugar de desplomarse en tierra, como le sucedía siempre a mi cuerpo o las cosas que me rodeaban. Fui entrenado por los hermanos Casini para construir esos artefactos, utilizando las cañas que crecían en el gallinero de mis tíos Bovio, los pliegos de papel de seda de colores tenues, que no necesitaba comprar, porque desde hacía años acumulaba polvo en la vitrina de la papelería del almacén de mi padre, detrás de la casilla del teléfono. Engrudo fabricado con harina y agua, una madeja de hilo choricero y pedazos de trapo que me daba mi madre, para otorgarle suficiente peso a la cola de la tarasca (ese era el nombre que le daban los Casini a la estructura octogonal, de dos cruces de caña, firmemente unidas en el centro, laterales de hilo que le otorgaban tensión en los bordes y luego una cubierta de papel, en dos o tres colores).

Tarasca era una palabra del lunfardo, cuyo significado busqué mucho tiempo después. Se aplicaba a una mujer fea, de boca grande, pero también a una serpiente o dragón (los chinos, antes de nuestra era, representaban dragones voladores mediante grandes barriletes). ¿Los Casini, hijos de campesinos franceses, que no hablaban francés, como le sucedía a buena parte de los inmigrantes que conocí en mi barrio, tal vez se referían, por tradición familiar, a un juego infantil del sur de Francia, a un monstruo que se presumía originario de esa región, Tarascone? Lo ignoro, como me sucede con tantas otras cosas que oí o presencié en el curso de mi infancia, sin entender su significado, que creí olvidar y ahora regresan, en mi vejez, cuando me tomo el tiempo de investigar (o inventar) lo que ignoro.

Los barriletes, por entonces, no se compraban ya hechos en los bazares chinos, ni se fabricaban en serie, perfectos pero iguales, como sucede en la actualidad, cuando los niños los ven sin entender el paraíso de diversión que les ha sido negado. Había que fabricarlos, con todas sus imperfecciones y fallas, con todas sus improvisaciones y descubrimientos.

Si el papel de seda se rasgaba en el centro, cuando había que perforarlo para que pasaran los tiros que permitirían controlarlo, los Casini improvisaban en pocos segundos, con tijera y papel, sin recurrir a un compás, un parche perfecto de otro color, en forma de figura de caleidoscopio. Adorno y refuerzo coincidían, en una lección de estructura que no iba a olvidar.

Otros pocos cortes de tijera aplicados al papel plegado por mí, generaban los largos flecos que se pegaban en el borde del barrilete y causaban tanto placer cuando el viento los agitaba en lo alto. Crear algo, a partir de pocos recursos, era posible para cualquiera, incluyendo un chico de cinco o seis años, si uno trabajaba utilizando las técnicas adecuadas y arriesgándose a meter la pata, pero poniendo el cuidado necesario para que el desastre (limitado) no llegara a ocurrir.

La fabricación del barrilete era un renovado motivo de alegría. Un adulto o dos me prestaban atención a mí, que por entonces no tenía más de ocho años, me regalaban un par de horas de su tiempo libre, trataban de satisfacer mis demandas, me enseñaban al mismo tiempo cómo hacerlo yo, porque nadie esperaba que continuara dependiendo de la buena voluntad de gente que no estaba obligada a prestarme tanta atención.

Ser niño no era, como veo que sucede en la actualidad, manifestarse dependiente de los adultos y exigirle a quienes lo trajeron al mundo o tuvieron la mala suerte de estar cerca, que se pusieran a su servicio, como si tuvieran que pagarle alguna deuda. Ser niño era estar aprendiendo a independizarse, era impacientarse por alcanzar la misma independencia que mostraban los adultos.

Mis barriletes eran imperfectos, pero podía decir que efectivamente eran míos, no porque me apoderara de ellos, aunque siempre terminaran enredados en los cables telefónicos, en las ramas altas de los árboles, sino porque los había ayudado a construir, porque me había llevado tiempo y esfuerzo hacerlos, porque había cometido errores y decidido corregirlos.

Elevar esos barriletes en las calles vacías de ese barrio de mi pueblo natal, completaba la diversión de construirlos. Para elevarlos se requería de dos personas: una que lo sostenía contra el viento y otra que lo dirigía, dándose cierta distancia entre ambos, para que el aire hiciera su tarea. Como niño, yo era el encargado de correr con el barrilete y alguno de los Casini o mi tío Juan se quedaba con el ovillo de hilo, hasta que conseguía elevarlo y entonces me lo pasaba, para que yo lo mantuviera volando.

¡Otra etapa de la diversión se iniciaba entonces! Los imprevistos se sucedían como en una película de aventuras. ¿Lograría elevar el barrilete hasta alcanzar la máxima altura que me permitía el hilo? ¿Tenía suficiente peso la cola de hilo con pedazos de tela anudados, para evitar que girara sin rumbo? Una vez arriba y seguro, ¿respondería a los desafíos que yo le planteaba al recoger el hilo y soltarlo, en movimientos repetidos que desafiaban el sostén que le daba el viento, al obligarlo a ondular la cola, como en un baile que podía terminar mal, con el barrilete en picada?

Quartet (episodio The Kite)

A los diez u once años vi Cuarteto, una película inglesa basada en cuatro cuentos de William Somerset Maugham, que incluía The Kite, un mediometraje sobre un hombre joven que debía decidir entre el amor por una mujer y su afición a elevar barriletes en familia, con la madre y el padre que lo secundaban (y le impedían madurar). Era un conflicto difícil de entender para alguien de mi edad. Sin saberlo, estaba elaborándolo: necesitaba liberarme de mis mayores. Mis padres no participaban en mis juegos (el ajedrez y las damas chinas que aprendí a jugar con mi padre, pronto me llevaron a buscar otros adversarios, porque mi padre detestaba perder y un adulto defraudado no es la compañía que un niño desea). Yo buscaba formarme fuera de mi círculo familiar, utilizando a los vecinos, los libros, la radio, el cine.

Henri-Georges Clouzot: Manon

Henri-Georges Clouzot: Manon

Yo podía influir para que mi padre me llevara a ver Cuarteto en el cine, un sábado en la noche, porque había leído la crítica del diario La Nación y tenía que conseguir que un adulto me llevara al cine, como había conseguido que me llevara a ver Balada Berlinesa, Ladrones de Bicicletas o Manón, la película de Henri Georges Clouzot que hubiera debido estar prohibida para menores de edad, porque la heroína era una prostituta adolescente, que después de entregarse a los soldados alemanes que ocupaban Francia durante la Segunda Guerra Mundial, terminaba muerta, cargada por su amante, en el desierto de Negev dejando ver uno de sus pezones.

Las señoras de la Acción Católica estaban en un auto, frente al cine, anotando los nombres de los conocidos que desafiaban la recomendación de no ver esa cinta escandalosa, de acuerdo a lo que habían publicado en la cartelera de la entrada de la iglesia parroquial. Yo iba a Misa todos los domingos y consultaba esa cartelera por curiosidad, pero al mismo tiempo la desafiaba los sábados por la noche, sin hallar problemas en la contradicción. Quizás no viera el pecado que los adultos aborrecían, pero no explicaban.

Prostitución, guerra mundial, repudio de los colaboracionistas, fundación del Estado de Israel en el territorio palestino, necrofilia: todos esos contextos me resultaban ajenos y los adultos no estaban disponibles para ayudarme a entenderlo. Quedaban por lo tanto así, atractivos, como buena parte de lo desconocido, pero de todos modos inaccesibles, cuando en mi curiosidad los atisbaba. Mis informantes no iban a ser capaces de saciar mi curiosidad, por la razón que fuera: desconocimiento, decisión de mantenerme al margen, falta de tiempo para dedicárselo a un chico. Yo mismo tendría que investigar, interrogando a quienes callaban, leyendo libros y periódicos, oyendo la radio.

Los barriletes eran de otro ámbito, la diversión infantil que me hubiera resultado imposible disfrutar, de no haber recurrido a mi tío Juan o los hombres del barrio que frecuentaban el Despacho de Bebidas del almacén de mi familia, para beber un vaso de vino con soda y hablar de todo, la política nacional e internacional, el fútbol, la radio. Ellos sustituían a mi padre, con una paciencia y una atención a mis demandas de afecto que a mi padre no encontraba.

El recuerdo de los barriletes me lleva a la amistad respetuosa y efectiva que entablé con esas personas de otra generación que me consideraban su igual, a las que no tuve la oportunidad de agradecer todo lo que aprendí de ellos, en una atmósfera que hoy, cuando cualquier cercanía de niños y adultos se ha vuelto sospechosa de pedofilia o comercio de estupefacientes, parece haber desaparecido para siempre y nadie en su sano juicio pretende exponerse al riesgo de restaurarla.

Quizás no todo fuera tan amable como parecía, pero la desconfianza actual de los jóvenes hacia los adultos que tarde o temprano han de reprimirlos, de los adultos hacia los jóvenes que vienen a reemplazarlos, no existían. Enrique Santos Discépolo describió esa convivencia formativa en los versos del tango de Mariano Mores.

¿Cómo olvidarte en esta queja / cafetín de Buenos Aires / si sos lo único en la vida / que se pareció a mi vieja? / En tu mezcla milagrosa / de sabiondos y suicidas / yo aprendí filosofía, dados, timba / y la poesía cruel / de no pensar más en mí. (Enrique Santos Discépolo: Cafetín de Buenos Aires)

Acerca de oscar garaycochea

Dramaturgo, guionista de cine, libretista de TV, docente especializado en dramaturgia audiovisual, blogger empecinado en aprovechar lo que le queda de vida en comunicarse.
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